Y bien. Fuí otra vez al cine sola el miércoles. Fuí porque me lo dejaron de tarea, y porque nunca una tarea había sido tan divertida la aplacé lo más que pude para mejor disfrutarla. Los mièrcoles el cine es más barato, esta circunstancia me dejó margen monetario para atascarme de una mega dosis de palomitas enchiladas, mis favoritas.
La película que fuí a ver ya está de salida de las carteleras, por eso la sala en la que la proyectaban era de las más pequeñas y por ende, de las que se encuentran hasta el fondo del cine. De modo que cuando hice mi magna entrada en el recinto éste estaba completa y absolutamente s-o-l-o. Oí el chirrido de las dobles puertas batientes de la sala cerrarse tras de mí. Lo que siguió fué toda una sinfonía de aquellos sonidos que sin duda existen pero que nunca son escuchados: el glú-glú del agua embotellada que siempre traigo en mi bolsa, los pasos rasposos sobre la alfombra sintética de la sala, los crujidos de los huesos de mi cuello al girar la cabeza para mirar los asientos, el chiflido ( sí, ¡chiflido! ) de la tela de mis pantalones al rozar una pierna con otra, el leve resoplido de mi respiración, el golpeteo de la bolsa contra mi cadera; todos sonidos atronadores contra el pitido del silencio. Cuando llegué a la mitad de la sala me detuve tratando de acallar los crujidos del cartón de la caja de palomitas que traía en las manos . Quería silencio.
Ni hablar del ruidajo que hice al tomar asiento ni de los consiguiente rechinidos de mis dientes al morder las palomitas. Por alguna extraña razón sentía al silencio hecho añicos como algo que debía permanecer completo.
Después entró un señor calvo que se puso a leer un periódico deportivo donde venía algo sobre la derrota de las Chivas, y cada vez que volvía una página yo quería gritarle que dejara de hacer su infernal ruido.
Luego las luces menguaron hasta que estuvimos en la total oscuridad. Empezaron los anuncios previos a la película y me envolvió de nuevo el manto reconfortante del estruendo cotidiano bajo el cual pude comer palomitas, estirarme en el asiento, apagar el babocel con tranquilidad y subir impunemente las piernas al asiento de enfrente. El silencio impone y en este caso me robó mi espontánea sonoridad haciéndome ver la clase de ser estridente que soy.
De unos pocos años para acá me topo con cierto dígito varias veces al día, invariablemente. Volteo a ver un reloj y los minutos marcan 48, me subo al camión y los números del boleto suman 48, me bebo un yogur y la hora de la producción impresa sobre la tapa lleva el 48, tengo una cita muy importante que cae el día 8 a la 4 pm, oigo accidentalmente una conversación en la que alguien menciona que va a cumplir 48 años, enciendo la radio y se oye: “En Radiometrópoli la hora es 1:48 “. No sé que quiere decir pero ya me estoy hartando. Le estoy empezando a tener un poco de fobia a los relojes. Sé que esto tiene que ver con algùn patròn de comportamiento, pero no tengo idea de cuál puede ser éste. Cuando resuelva el enigma de esta neurosis numerológica les aviso.
¡Mientras cuídense!