La siguiente crónica salió publicada en el número 20 de la revista KY. La autora es la moradora de este callejón de porquería a quien también le ha dado por cronicar. No dejen de buscar la KY en la calle, es gratis, es mensual y es fabulosa.
Mónica tenía dos meses de embarazo cuando una noche escuchó el llanto de su hijo no nacido. Eran las 10:30 pm. A la mañana siguiente, una hemorragia le anunció que lo había perdido. Pero ella ya estaba sobre aviso de que su hijo se marcharía. Su amiga Flor se lo había dicho un día antes: “Pero te dejará un recuerdo, lo escucharás llorar”. Mónica ya lo presentía. No la tomaron por sorpresa las palabras de su amiga. Dejó ir a su hijo en paz.
Tiene 23 años y tres hijos. Detesta su ocupación porque le causa mucha mala conciencia. Cuando le pregunto qué lecturas le gustan me responde que no lee más que la Biblia, y que la lee completita una vez al año. Su libro favorito es el Génesis. No terminó la preparatoria porque se embarazó y se casó. Tiene una inteligencia despierta y un idealismo anacrónico que no acaban nunca de encajar en el lugar donde trabaja: el mercado Corona. “El Génesis nos dice que Dios creó el cielo, una esfera suspendida sobre la nada. Si te fijas, la Biblia es un libro viejísimo de antes de que se descubriera que el mundo era en realidad una esfera suspendida sobre la nada” me explica sonriendo, con la mirada luminosa de alguien quien comparte un descubrimiento.
Si fuera menos brillante, tal vez, nadaría sin problemas en el conformismo, creo yo, pero ella sueña con poner su propia tienda de abarrotes allá donde ella y su esposo están construyéndose su casa con sus propias manos, en El Salto, a poca distancia del río Santiago.
La segunda planta del Mercado Corona es, en este tórrido mayo, un marasmo de humores, colores y sonidos que pierden su frescura casi en cuanto tocan la existencia. El ambiente es opresivo. Huele a pescado a punto de podrirse. Las chicas de las marisquerías bañan la mercancía a jicarazos tratando en vano de mejorar su aspecto. Las grandes piezas de res y puerco exhibidas sobre los azulejos blancos y sanguinolentos de los mostradores de las carnicerías lucen decenas de voraces moscas, de los marcos de las yerberías cuelgan ramos de ruda, romero y albahaca. Las campanitas amarillo brillante de las flores de manzanilla se apilan, con sus hojas ya medio retorcidas por la falta de humedad, sobre el suelo o sobre las mesas de los locales. Y su fragancia apenas se aprecia en medio del olor a sudor de tanta gente que se acumula en los pasillos a veces resbaladizos pero siempre estrechos. Es en este mar de cuerpos donde también te encuentras de frente con la santería, con artes adivinatorias como la cartomancia o la quiromancia, con todo el aparato de la mercadotecnia de la magia blanca al servicio de toda persona enajenada por la mala fortuna: el batallón de aguas espirituales, amuletos, aceites y perfumes consagrados, polvos mágicos, efigies de la Santa Muerte repletas de rebabas y por supuesto; los jabones mágicos multipropósito, cuyas cajas son en sí misma obras de arte popular.
Mónica puede hacer que dos personas que no están destinadas a estar juntas lo estén. Lo suyo es el oficio de la energía, de la voluntad dirigida. Hace velaciones, limpias y amarres. Y sin embargo, ha vivido su vida sin oponer resistencia alguna a sus circunstancias. Es quizá desde este punto dónde ella ha comenzado a descubrir lo que de verdad quiere.
“La biblia dice que en el cielo no hay lugar para los brujos, para los magos, para quienes trabajan con la manipulación. Siento que engaño a la gente al venderle cualquiera de estos productos, es nefasto mentirles, pero tengo muchos gastos y no puedo parar” dice al referirse a los jabones consagrados, a las aguas espirituales, a los inciensos, polvos mágicos, amuletos y veladoras que oferta en su puesto.
Su esposo, trabajador de la construcción, no comprende su remordimiento. Ella se ha sincerado con él “miles de veces” pero para él, la ocupación de su mujer es sólo un negocio. Cuando ella expresa que desea dejarlo, él la convence diciéndole que qué harían entonces si él pierde su trabajo. Y es que Mónica ha llegado a ganar, en un buen día, hasta 4,500 pesos. El promedio es de 500 pesos por jornada esotérica.
Me lee las cartas, detrás del diminuto mostrador hay una mesita destartalada y dos pequeños bancos de patitas inestables. Dispone los cuarenta naipes forrados de cinta diurex en filas de diez, una debajo de la otra e, inevitablemente me habla del amor. Le atina a todo. Le pregunto que con qué sueña. Me entero que sus sueños a veces están poblados de gigantescas ballenas cruzando aguas cristalinas. Pero las más de las ocasiones, sus noches las preside un escenario apocalíptico en el que observa bolas de fuego caer y a Jesucristo montado en una nube, con la cruz apoyada en un hombro, juzgando a la gente que aterrada, cae de rodillas ante Él.
“¿Tú qué crees que quiera decir eso?” me pregunta. No le digo nada, pero creo que su pesadilla tiene que ver con la intensidad de su culpa y la falta de variedad en sus lecturas.
Mónica mira hacia el pasillo, más allá de las pilas de polvos mágicos, perfumes consagrados y jabones; de huevo de gallina negra, para limpiar el aura, de la chuparrosa, para el amor. La cajita del jabón del jorobado trae impresas unas hojas de marihuana al reverso, según esto, si te bañas con él –con el jabón, no con el jorobado- tendrás armonía de espíritu y autoestima. No es que no supiera que esto no sirve, pero al saber que no hay ninguna intención detrás de la factura de estos productos, nada más que un terrible vacío de aguas pintadas y bicarbonato de sodio teñido y cerrado con grapas, ningún deseo de verdad de ayudar, atisbo brevemente la desesperanza de Mónica a través de mi propia desilusión. Nos miramos. Las dos tenemos la cara brillante por el sudor.
“¿Tienes más clientes últimamente? “- “Si, la desesperación hace que la gente venga más. He notado mayor afluencia ahora. El amor se está enfriando. No sé en qué mundo acabaremos. La desesperación los trae hasta aquí”
“Esto es una pecera llena de tiburones”-agrega refiriéndose a sus compañeros- “Todos esperando que caiga un incauto. Aquí no hay brujos buenos, todo es una mentira. Todos buscan sacarte el mayor beneficio. Aquí nada te dará resultados porque a nadie le importas. Esto sólo funciona por medio de certezas y aquí nadie la tiene. No puedes confiar en nadie en este lugar. La que dice que es tu amiga intentará sacarte algo para fregarte. Ya no quiero sentir que tuerzo las leyes de Dios.” y apostilla, muy bíblicamente: “Es una cueva de serpientes”.
Mónica tiene la certeza de quererse marchar de aquí. Pero sé que necesitará ayuda. No puedo atinarle a lo que le depara el destino, pero lo que sí puedo hacer es pedir por ella. Me siento triste, decepcionada por su opresiva realidad. No veo por dónde puede empezar a salir del segundo piso del Corona. Su estrecho puesto, desde donde lo veas, parece una jaula. Llegué aquí creyendo que me enteraría que su oficio le gustaba. Pero nuestra entrevista se convirtió en una suerte de confesión de una mujer desesperada por sus circunstancias.
Le digo que no se preocupe demasiado, que a la gente trabajadora terminan por pasarle cosas buenas al final, y que tal vez, en unos meses, si vuelvo por el mercado ya no la encuentre porque se está dedicando a algo más. Sonríe con ironía, como si yo no fuera incapaz de comprender nada, tal vez es verdad. Y añade: “Eso, o aquí me tendrás en esta mediocridad”.