Ella es argentina. Tiene 37 años, diez de casada y una niña de seis. Su carrera: ceramista y vitralista. Vive en Guadalajara con su esposo mexicano. Es una mujer delgada de rostro delicado, ojos azules y brazos nervudos, pecosos. Hace una década vivía en Oaxaca. Desde hace unos meses es la titular del taller de cerámica de una galería privada. Desde hace unos días la vida se la ha venido complicando: cambio de casa, cambio de giro de laboral de su esposo, un reciente retorno por unos meses a la tierra que la vió nacer le recordó quién era. Por eso, en vez de pasar las horas modelando el barro prefiere hablar con la gatita del lugar: la hostil Kikis. Ella ha llegado a pensar en irse, en largarse, en abandonar a su familia para ir en pos de su libertad y su alma que ella siente perdida. Los jueves son sagrados para esta mujer. Los pasa en el taller. Pero hoy se dió cuenta de que su esposo no los tiene en cuenta: le pidió favores por hacer. Ella, furiosa, le recrimina su falta de sensibilidad. Él le echa en cara que su actividad no le deja ningún dinero, ignora que la cerámica salvaguarda algo infinitamente más valioso que todo el oro del mundo: la estabilidad emocional de su mujer.
Otro de los problemas de ella es su falta de confianza en sí misma. Objetos de cerámica se venden por el mundo entero: esto que la hace sentirse viva y apasionada también podría ser algo que la ayude a poner comida en la mesa. Pero ella no se lo cree. Lo que sí cree es que su propuesta es infitesimal, irrelevante, mediocre, intrascendente. ¿Como destruir una creencia tan autodestructiva? Dice que quiere llegar a un acuerdo con su esposo, para que no tenga que abandonar algo que le alimenta el alma.
Me dice sonriendo que me conviene seguir sola.
Habitación propia para todas.
D.