Esa gentecita ojona y de ademanes tímidos. De caras serias y lenguaje corporal cortado. Con voces suaves y encantadoras. No rompen un plato pero esconden tras el trastero pedacera de porcelana a montones. Uno confía en ellos, en sus ademanes tembleques, en su aparente inofensividad, en su aire de “yo sería incapaz de…” y luego se entera uno de lo que hacen por los rincones, de lo que desarman, de sus amores perniciosos o francamente prohibidos, de las traiciones ocultas en los rincones -como la pobre muñeca fea-, del veneno vertido a nuestras espaldas, de sus movimientos como de ajedrez -oblicuos, nunca frontales- para alcanzar sus macabras o luminosas metas.
No hay que dejarse engañar por los mustios, por sus hilos de voz apenas susurrados y sus miradas luminosas como foquitos de 60 watts, o por esas sonrisillas de sorprendente factura -nos encantan-.
Uno siempre sabe, aunque sea en un nivel inconsciente, que algo no está del todo bien con estos personajes. Escuchen su intuición. No escuchen los cantos de sirenas que estás personas emiten, buscando un incauto al cual embaucar. Los mustios también saben -y muy bien- qué tipo de persona es más fácil de enternecer o enganchar con su encanto como de piso recién trapeado con Pinol.
Verán cómo se sorprenten con lo que ocultan los mustios.
Un ojo al gato, y otro al mustiecito-de-todos-los-días.
Bais.