“Es mi responsabilidad darle voz a los sufrimientos de los hombres; los interminables sufrimientos que se apilan, tan altos como las montañas”
“Yo era feliz, pero “feliz” es una palabra de adultos. No tienes que preguntarle a un niño si es feliz, puedes verlo. Lo son o no. Hablar de ello es igual que querer asir el viento. Es más fácil dejar que sople sobre ti”
-Kathe Kollwitz
Creo que cada persona habita un mundo distinto. Cada persona; con sus gustos, amores, aversiones, caminos, amistades, alegrías, decepciones, soledades, músicas, imágenes, surcos en la nieve, surcos en la piel del alma, amplitud al inspirar, los brazos abiertos o cerrados, cautelas, inocencias, dolores, éxtasis. Cada quien habita su mundo interior como mejor puede, lo poblamos desde el humus de nuestra sensibilidad. La experiencia del mundo es tan única y tan personal como cada ser humano. Algunos mundos son paupérrimos, otros, insondables en la oscuridad de sus sombras o en la blancura de su luz. Estoy en este camino, llamado “del arte”, y a poco menos de una década de transitarlo, he llegado a la conclusión temporal de que lo que llamamos “arte” no es más que una develación de estos mundos interiores.
Me fué mostrado hace pocas semanas, por medio de las ventanas de un magnífico libro, el mundo interno de una mujer alemana llamada Kathe Kolllwitz. No es posible separar al artista de su contexto. Kollwitz- -un alma de las insondables- vivió las primeras dos guerras mundiales sufriendo la muerte de uno de sus hijos y de un nieto en los sangrientos combates que se sucedieron.
Se supo dibujante desde muy joven, -lo que quiere decir que eran las líneas más que las manchas su lenguaje- se convirtió en una de las grabadoras y dibujantes más respetadas, develándonos las preocupaciones que la obsesionaban: la pobreza, la crueldad de la guerra, la vulnerabilidad de los más débiles, el dolor terrible de las madres que perdían a sus vástagos, la angustia atroz de tantos niños y niñas bajo la sombra del conflicto, acosados por la miseria, por el hambre del cuerpo y del alma, por la siempre presente cercanía de la muerte, a la cual Kollwitz en uno de sus grabados incluso la representa como una amiga.
He de confesarles que cuando ví el trabajo de Kollwitz, me dieron ganas de mejor dedicarme a otra cosa. Así de grande es. Pude introducirme e imaginar, aunque haya sido solamente por un momento, en los zapatos de esta mujer artista, esposa y madre que no pudo quedarse callada ante los actos que consideraba de una brutal injusticia, crímenes intolerables. Debido a sus actividades pacifistas denunciando al régimen Nazi -sus trazos lucieron en pósters, carteles y manifiestos de la época- ella tuvo que vivir recluida desde 1933 hasta su muerte en 1945, acaecida sólo unos días antes de que la guerra terminara.
También realizó más de 50 autorretratos a lo largo de su vida. Se representa sin vanidades, con una honestidad que desarma, se aprecia el paso del tiempo en su fisionomía y también el enriquecimiento de su calidad artísitca.
La artista contó una vez, que cuando su hijo Peter -el que murió en combate- tenía sólo siete años, ella se encontraba afanándose en terminar una placa de grabado con el pequeño en brazos. Agotada, dejó escapar un gemido de cansancio. Peter la miró y le dijo: “Mami, no te preocupes. Está quedándote bonito”.
La obra de Kathe Kollwitz no es “femenina”, es universal.