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La felicidad de los otros

Me encontraba el viernes entregada a la tarea de comprar bolsas para la aspiradora. Tras fracasar en la búsqueda, mi mamá y yo cruzamos el umbral de la tienda departamental donde no las había y nos aplastamos a echarnos un café. En la mesa que me quedaba justo a las tres en punto había una familia: papá, mamá e hja. Los dos adultos seguro no pasaban de los 40 años. La niña se parecia muchísimo (al menos físicamente) a Coraline Jones. Los tres se abrazaban, besaban y desordenaban el pelo de manera intermitente mientras sorbían sus capuccinos helados. La visión de la (en apariencia) perfecta felicidad de esa familia muégano despertó mis instintos cínicos. «Seguro son actores…o tal vez ella es la movida de él y a la niña la rentaron» pensé.
Pero el trío de amorosos no paraban, y no se dieron cuenta de que las miradas de los pocos parroquianos del café se habían clavado en ellos. Siguieron desparramando su cariño sin pudor alguno, declarándose su amor en medio de un lugar tan común como un café de centro comercial. Y me quedé pensando porqué resulta tan inquietante la visión de la felicidad de los otros. Como si fuera algo que ya no sucede. Los miré con la misma maravilla con la que contemplaría un unicornio. Claro, después de asegurarme de que su cuerno es auténtico.