Tenía sólo siete años cuando la vi por primera vez. Y 23 años más tarde, por culpa de ella, llevo desde hace unos días un solo arete de plata en forma de unicornio pendiendo de mi oreja derecha. También tengo un dije de pewter con la misma forma. Podrían sacarse muchas conclusiones de esto: que si el cuerno espiralado de esta bestia fantástica es un símbolo fálico, que si nunca he crecido, que si me escapo de la realidad. Todo eso es basura. He revisado la génesis de mi amor por estos animales mitológicos. Y es la que les voy a contar.
Pasaron la película una noche. Mis padres me la grabaron en la fiel Betamax. La cinta, en dibujos animados –maravillosos-, narraba las desventuras de el último unicornio que quedaba en el mundo. Recuerdo la música, el intro, las rimas maniáticas de la mariposa que le hace saber a la unicornio que un terrible ser llamado El Toro Rojo empujó a todos los de su especie –menos a ella- hacia el oceáno. Y el viaje que ella emprende en búsqueda de sus congéneres. Un viaje que la lleva a darse de frente con algo aún más pavoroso que el infame bóvido del color de la sangre vieja: el amor. Parece un lugar común, pero el último unicornio se convierte en el único que sabe lo que es amar, y sentir remordimiento.
No podía sino sentir una pena inmensa por la unicornio. Agotada en los caminos de los hombres, ninguno la reconoce por lo que es. Todos ven una yegua blanca. Intentan apresarla. Poseerla. De todos logra escapar. Menos de la bruja Mommy Fortuna y su Carnaval de Medianoche, quien a pesar de su mezquino corazón logra reconocerla a la vera del camino.
Mommy Fortuna usa trucos de quinta para lograr que la gente reconozca a la unicornio atrapada. “Es la única forma en que en estos tiempos alguien pueda reconocer a un verdadero unicornio”- le dice. Y es que todo el show de la bruja consiste en engaños. Embruja a sus tristes animales cautivos para que parezcan una quimera, una mantícora, un sátiro. La gente, embotada, queda completamente engañada. Y paga por ver.
Entonces entra en escena el incompetente mago Schmendrick. Él libera al unicornio no con su magia, sino robándole las llaves de la jaula al otro chalán, un pobre diablo llamado Rukh. Schmendrick está bajo una maldición: la de la inmortalidad. Sólo podrá envejecer y luego morir cuando se convierta en un mago de verdad.
Y así esta película, y el libro, el cual tuve la fortuna de comprar hace unos años en Seattle, trata sobre quiénes somos en la realidad, y quiénes pueden vernos en todas nuestras fortalezas y debilidades. Sobre la pobreza de la conformidad, sobre el valor de arriesgarse a dejar el autoengaño.
Ahora tengo 30 años, y aún no he visto un unicornio. Me pregunto si no me irá a pasar como a Molly Grue, la segunda acompañante del último unicornio en su búsqueda. La tercera persona capaz de reconocerla. Me pregunto si no le diré, cuando lo vea, lo mismo que Molly: “¿Dónde estabas hace diez años, hace veinte años?, ¿Dónde estabas cuando yo era pura? Cuando yo era una de esas doncellas inocentes a las que siempre te acercas… ¿Cómo te atreves…?,¿Cómo te atreves a venir ahora?, ¡¿Cuándo soy esto?!”
Esta escena me partía el corazón de niña. Ahora, con mayor razón.
No dejen de ver “El último unicornio” la película salió en 1982. La produjo el estudio Rankin/Bass -si, los mismos que animaron series como Halcones Galácticos y Thundercats- en la versión en inglés, las voces son de Mia Farrow, Jeff Bridges, Alan Arkin y Angela Lansbury. La música es de América. Pueden comprarla, con un poco de suerte, en Mixup.
Y tampoco se pierdan la novela, el autor es el fabuloso Peter S. Beagle. La encuentran en inglés en amazon.com. La casa editorial es Roc Trade.